Nunca me canso de leer a Carlos González y este es uno de
mis textos favoritos, forma parte de su libro “Bésame mucho” y espero q os
guste tanto como a mí.
Autor: Dr. Carlos González
Cuando una esposa afirma que su marido es muy bueno,
probablemente es un hombre cariñoso, trabajador, paciente, amable… En cambio,
si una madre exclama “mi hijo es muy bueno”, casi siempre quiere decir que se
pasa el día durmiendo, o mejor que “no hace más que comer y dormir” (a un
marido que se comportase así le llamaríamos holgazán). Los nuevos padres oirán
docenas de veces (y pronto repetirán) el chiste fácil: “¡Qué monos son… cuando
duermen!”
Y así los estantes de las librerías, las páginas de las
revistas, las ondas de la radio, se llenan de “problemas de la infancia”: problemas
de sueño, problemas de alimentación, problemas de conducta, problemas en la
escuela, problemas con los hermanos… Se diría que cualquier cosa que haga un
niño cuando está despierto ha de ser un problema.
Nadie nos dice que nuestros hijos, incluso despiertos (sobre
todo despiertos), son gente maravillosa; y corremos el riesgo de olvidarlo. Aún
peor, con frecuencia llamamos “problemas”, precisamente, a sus virtudes.
Tu hijo es generoso
Marta juega en la arena con su cubo verde, su pala roja y su
caballito. Un niño un poco más pequeño se acerca vacilante, se sienta a su lado
y, sin mediar palabra (no parece que sepa muchas) se apodera del caballito,
momentáneamente desatendido. A los pocos minutos, Marta decide que en realidad
el caballito es mucho más divertido que el cubo, y lo recupera de forma
expeditiva. Ni corto ni perezoso, el otro niño se pone a jugar con el cubo y la
pala. Marta le espía por el rabillo del ojo, y comienza a preguntarse si su
decisión habrá sido la correcta. ¡El cubo parece ahora tan divertido!
Tal vez la mamá de Marta piense que su hija “no sabe
compartir”. Pero recuerde que el caballito y el cubo son las más preciadas
posesiones de Marta, digamos como para usted el coche. Y unos minutos son para
ella una eternidad. Imagine ahora que baja usted de su coche, y un desconocido,
sin mediar palabra, sube y se lo lleva. ¿Cuántos segundos tardaría usted en
empezar a gritar y a llamar a la policía? Nuestros hijos, no le quepa duda, son
mucho más generosos con sus cosas que nosotros con las nuestras.
Tu hijo es desinteresado
Sergio acaba de mamar; no tiene frío, no tiene calor, no
tiene sed, no le duele nada… pero sigue llorando. Y ahora, ¿qué más quiere?
La quiere a usted. No la quiere por la comida, ni por el
calor, ni por el agua. La quiere por sí misma, como persona. ¿Preferiría acaso
que su hijo la llamase sólo cuando necesitase algo, y luego “si te he visto no
me acuerdo”? ¿Preferiría que su hijo la llamase sólo por interés?
El amor de un niño hacia sus padres es gratuito, incondicional,
inquebrantable. No hace falta ganarlo, ni mantenerlo, ni merecerlo. No hay amor
más puro. El doctor Bowlby, un eminente psiquiatra que estudió los problemas de
los delincuentes juveniles y de los niños abandonados, observó que incluso los
niños maltratados siguen queriendo a sus padres.
Un amor tan grande a veces nos asusta. Tememos
involucrarnos. Nadie duda en acudir de inmediato cuando su hijo dice “hambre”,
“agua”, “susto”, “pupa”; pero a veces nos creemos en el derecho, incluso en la
obligación, de hacer oídos sordos cuando sólo dice “mamá”. Así, muchos niños se
ven obligados a pedir cosas que no necesitan: infinitos vasos de agua, abrir la
puerta, cerrar la puerta, bajar la persiana, subir la persiana, encender la
luz, mirar debajo de la cama para comprobar que no hay ningún monstruo… Se ven
obligados porque, si se limitan a decir la pura verdad: “papá, mamá, venid, os
necesito”, no vamos. ¿Quién le toma el pelo a quién?
Tu hijo es valiente
Está usted haciendo unas gestiones en el banco y entra un
individuo con un pasamontañas y una pistola. “¡Silencio! ¡Al suelo! ¡Las manos
en la nuca!” Y usted, sin rechistar, se tira al suelo y se pone las manos en la
nuca. ¿Cree que un niño de tres años lo haría? Ninguna amenaza, ninguna
violencia, pueden obligar a un niño a hacer lo que no quiere. Y mucho menos a
dejar de llorar cuando está llorando. Todo lo contrario, a cada nuevo grito, a
cada bofetón, el niño llorará más fuerte.
Miles de niños reciben cada año palizas y malos tratos en
nuestro país. “Lloraba y lloraba, no había manera de hacerlo callar” es una
explicación frecuente en estos casos. Es la consecuencia trágica e inesperada
de un comportamiento normal: los niños no huyen cuando sus padres se enfadan,
sino que se acercan más a ellos, les piden más brazos y más atención. Lo que
hace que algunos padres se enfaden más todavía. Si que huyen los niños, en
cambio, de un desconocido que les amenaza.
Los animales no se enfadan con sus hijos, ni les riñen.
Todos los motivos para gritarles: sacar malas notas, no recoger la habitación,
ensuciar las paredes, romper un cristal, decir mentiras… son exclusivos de
nuestra especie, de nuestra civilización. Hace sólo 10.000 años había muy pocas
posibilidades de reñir a los hijos. Por eso, en la naturaleza, los padres sólo
gritan a sus hijos para advertirles de que hay un peligro. Y por eso la
conducta instintiva e inmediata de los niños es correr hacia el padre o la
madre que gritan, buscar refugio en sus brazos, con tanta mayor intensidad
cuanto más enfadados están los progenitores.
Tu hijo sabe perdonar
Silvia ha tenido una rabieta impresionante. No se quería
bañar. Luchaba, se revolvía, era imposible sacarle el jersey por la cabeza (¿por
qué harán esos cuellos tan estrechos?). Finalmente, su madre la deja por
imposible. Ya la bañaremos mañana, que mi marido vuelve antes a casa; a ver si
entre los dos…
Tan pronto como desaparece la amenaza del baño, tras sorber
los últimos mocos y dar unos hipidos en brazos de mamá, Silvia está como nueva.
Salta, corre, ríe, parece incluso que se esfuerce por caer simpática. El cambio
es tan brusco que coge por sorpresa a su madre, que todavía estará enfadada
durante unas horas. “¿Será posible?” “Mírala, no le pasa nada, era todo
cuento”.
No, no era cuento. Silvia estaba mucho más enfadada que su
madre; pero también sabe perdonar más rápidamente. Silvia no es rencorosa.
Cuando Papá llegue a casa, ¿cuál de las dos se chivará? (“Mamá se ha estado
portando mal…”). El perdón de los niños es amplio, profundo, inmediato, leal.
Tu hijo sabe ceder
Jordi duerme en la habitación que sus padres le han
asignado, en la cama que sus padres le han comprado, con el pijama y las
sábanas que sus padres han elegido. Se levanta cuando le llaman, se pone la
ropa que le indican, desayuna lo que le dan (o no desayuna), se pone el abrigo,
se deja abrochar y subir la capucha porque su madre tiene frío y se va al cole
que sus padres han escogido, para llegar a la hora fijada por la dirección del
centro.
Una vez allí, escucha cuando le hablan, habla cuando le
preguntan, sale al patio cuando le indican, dibuja cuando se lo ordenan, canta
cuando hay que cantar. Cuando sea la hora (es decir, cuando la maestra le diga
que ya es la hora) vendrán a recogerle, para comer algo que otros han comprado
y cocinado, sentado en una silla que ya estaba allí antes de que él naciera.
Por el camino, al pasar ante el quiosco, pide un
“Tontanchante”, “la tontería que se engancha y es un poco repugnante”, y que
todos los de su clase tienen ya. “Vamos, Jordi, que tenemos prisa. ¿No ves que
eso es una birria?” “¡Yo quiero un Totanchante, yo quiero, yo quiero…!” Ya
tenemos crisis.
Mamá está confusa. Lo de menos son los 20 duros que cuesta
la porquería ésta. Pero ya ha dicho que no. ¿No será malo dar marcha atrás?
¿Puede permitir que Jordi se salga con la suya? ¿No dicen todos los libros,
todos los expertos, que es necesario mantener la disciplina, que los niños han
de aprender a tolerar las frustraciones, que tenemos que ponerles límites para
que no se sientan perdidos e infelices? Claro, claro, que no se salga siempre
con la suya. Si le compra ese Tontachante, señora, su hijo comenzará una
carrera criminal que le llevará al reformatorio, a la droga y al suicidio.
Seamos serios, por favor. Los niños viven en un mundo hecho
por los adultos a la medida de los adultos. Pasamos el día y parte de la noche
tomando decisiones por ellos, moldeando sus vidas, imponiéndoles nuestros
criterios. Y a casi todo obedecen sin rechistar, con una sonrisa en los labios,
sin ni siquiera plantearse si existen alternativas. Somos nosotros los que nos
“salimos con la nuestra” cien veces al día, son ellos los que ceden. Tan
acostumbrados estamos a su sumisión que nos sorprende, y a veces nos asusta, el
más mínimo gesto de independencia. Salirse de vez en cuando con la suya no sólo
no les va hacer ningún daño, sino que probablemente es una experiencia
imprescindible para su desarrollo.
Tu hijo es sincero
¡Cómo nos gustaría tener un hijo mentiroso! Que nunca dijera
en público “¿Por qué esa señora es calva?” o ¿Por qué ese señor es negro?” Que
contestase “Sí” cuando le preguntamos si quiere irse a la cama, en vez de
contestar “Sí” a nuestra retórica pregunta “¿Pero tú crees que se pueden dejar
todos los juguetes tirados de esta manera?”
Pero no lo tenemos. A los niños pequeños les gusta decir la
verdad. Cuesta años quitarles ese “feo vicio”. Y, entre tanto, en este mundo de
engaño y disimulo, es fácil confundir su sinceridad con desafío o tozudez.
Tu hijo es buen hermano
Imagínese que su esposa llega un día a casa con un guapo
mozo, más joven que usted, y le dice: “Mira, Manolo, este es Luis, mi segundo
marido. A partir de ahora viviremos los tres juntos, y seremos muy felices.
Espero que sabrás compartir con él tu ordenador y tu máquina de afeitar. Como
en la cama de matrimonio no cabemos los tres, tú, que eres el mayor, tendrás
ahora una habitación para tí solito. Pero te seguiré queriendo igual”. ¿No le
parece que estaría “un poquito” celoso? Pues un niño depende de sus padres
mucho más que un marido de su esposa, y por tanto la llegada de un competidor
representa una amenaza mucho más grande. Amenaza que, aunque a veces abrazan
tan fuerte a su hermanito que le dejan sin aire, hay que admitir que los niños
se toman con notable ecuanimidad.
Tu hijo no tiene prejuicios
Observe a su hijo en el parque. ¿Alguna vez se ha negado a
jugar con otro niño porque es negro, o chino, o gitano, o porque su ropa no es
de marca o tiene un cochecito viejo y gastado? ¿Alguna vez le oyó decir “vienen
en pateras y nos quitan los columpios a los españoles”? Tardaremos aún muchos
años en enseñarles esas y otras lindezas.
Tu hijo es comprensivo
Conozco a una familia con varios hijos. El mayor sufre un
retraso mental grave. No habla, no se mueve de su silla. Durante años, tuvo la
desagradable costumbre de agarrar del pelo a todo aquél, niño o adulto, que se
pusiera a su alcance, y estirar con fuerza. Era conmovedor ver a sus
hermanitos, con apenas dos o tres años, quedar atrapados por el pelo, y sin
gritar siquiera, con apenas un leve quejido, esperar pacientemente a que un
adulto viniera a liberarlos. Una paciencia que no mostraban, ciertamente, con
otros niños. Eran claramente capaces de entender que su hermano no era
responsable de sus actos.
Si se fija, observará estas y muchas otras cualidades en sus
hijos. Esfuércese en descubrirlas, anótelas si es preciso, coméntelas con otros
familiares, recuérdeselas a su hijo dentro de unos años (“De pequeño eras tan
madrugador, siempre te despertabas antes de las seis…”) La educación no
consiste en corregir vicios, sino en desarrollar virtudes. En potenciarlas con
nuestro reconocimiento y con nuestro ejemplo.
La semilla del bien
Observando el comportamiento de niños de uno a tres años en
una guardería, unos psicólogos pudieron comprobar que, cuando uno lloraba, los
otros espontáneamente acudían a consolarle. Pero aquellos niños que habían
sufrido palizas y malos tratos hacían todo lo contrario: reñían y golpeaban al
que lloraba. A tan temprana edad, los niños maltratados se peleaban el doble
que los otros, y agredían a otros niños sin motivo ni provocación aparente, una
violencia gratuita que nunca se observaba en niños criados con cariño.
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